martes, 7 de julio de 2009

UN TAITA SE TIENE QUE BAJAR EN SANTA LIBRADA


Cuando volteé a mirar y vi a la anciana llorando, por alguna extraña razón tuve una especie de regresión. Algo me llamó a recordarme todas las sensaciones referentes a “esa” muerte, a esa pérdida, a esa despedida silenciosa. Fue similar a una regresión. No fue normal ¿cuál era la relación? Tal vez el sonido de su sollozo angustioso y el de un suave golpe cuando se recostaba en el vidrio hicieron recorrer mis ondas neuronales sobre esos recuerdos que prácticamente me estaban haciendo pensar que mis sentimientos estaban mal. Mi mente estaba siendo taladrada por una sensación de culpa: “Debería ser más sencillo”, “debería sentir mucho dolor y ya”, “¿esta tranquilidad qué significa?”

El punto es que cuando la vi y cuando la escuchaba, sentía que esa señora me estaba comunicando algo, no sé qué era exactamente, pero había algo de redención en ella. Su figura era como un arcaico tótem muisca, parecía que fuera parte de ese asiento, ¡no! no de ese asiento, parece que hubiera sido desplazada hacia ese asiento, realmente era como una secuoya, una secuoya que había sido desterrada, arrancada de su lugar sagrado, “desplazada” hacia el monstruo y ahora era una flor que no podía caminar, un árbol mítico que tenía que esperar a que cambiara el semáforo. Si la hoja no puede respirar el poco aire sano que aún queda, tiene que cubrirse con un chal.

Ese dolor que me transmitía se convirtió en mi dolor, sentí una aguja que me traspasaba la espina dorsal, ya no podía permanecer sentado, me sentí muy incómodo por un lapso de tiempo, pero a medida que transcurrían las calles me sumergía por una especie de remembranza, de una melancolía instantánea. Sentí el ardor de la ausencia, sentí ese vacío que se produce al tener la implacable certeza de que alguien no volverá a estar sentado a tu lado, el vacío de reconocer que a medida que pase el tiempo su voz será un sonido más remoto, ya no se recordará dentro de un tiempo... sí, es así. La voz, creo que la voz es de las cosas que más duele olvidar, porque se tiene esa certeza de que efectivamente sucederá, es como un cronómetro en cuenta regresiva, y sabemos que el explosivo estallará tarde o temprano.

Pero el camino cambió de sentido; mientras subía por el Este me encontré en un momento de trance semiconsciente, pero como la mente se desplazaba en fragmentos casi fotográficos, en una especie de trenza entre mi falta de concentración y la despreocupación por la realidad exterior, pues no me interesó ese detalle. Me surgió un dolor de muela en el tórax y mientras estaba reinstalando mis nervios con el chacra que le había escuchado al barbudo del Parque Santander, un águila se posó sobre el retrovisor derecho. Intenté sacar la cabeza para lograr verla y pues para saber si lo que estaba viendo no era producto de algún desorden estomacal provocado por algún menjurje callejero, de esos que son tan deliciosamente prohibidos, pero en los que caemos gracias a nuestra terquedad y a nuestra falta de amor propio hacia nuestro organismo. Mientras el águila me hablaba, la anciana había desaparecido y yo me encontraba supuestamente solo en esa parte del viaje, pero sus ojos me eran familiares, sentía que el águila que me hablaba era alguien que conocía de muchos años atrás, la sentía como alguien cercano, como un personaje lleno de sabiduría; en un punto del viaje sentí que podía seguir su conversación y que yo le preguntaba por ese dolor. Por una breve eternidad sentí que lo sabía todo, que todo era claro.

Cuando volví a parpadear después de muchas horas en un segundo, estaba en el baño de mi casa mirando mi brazo en el espejo, con un dolor de cabeza intenso y cada vez que intento recordarlo sólo está el espejo, y cada vez que el águila me observa pienso que cada anciano que muere es una fuente que esparce su espíritu en el aire.